15 Nov

En el año 2012 escribí una columna titulada “votar o no votar, he ahí el dilema que recogió el debate sobre los efectos que traería la inscripción automática y el voto voluntario. Mi argumento lo basé en comparar el comportamiento electoral de sectores acomodados versus sectores más pobres. En ese momento descubrí que en los últimos veinte años las inscripciones en los registros electorales habían caído cerca de un 30% y que esa tendencia se había hecho más palpable en comunas de menores ingresos. Tomé como dato la realidad de Las Condes, donde un 53,4% de los jóvenes entre 18 y 19 años de edad estaba inscrito para ejercer su derecho a voto, mientras que en La Pintana para el mismo segmento electoral, sólo un 3,5% de esos jóvenes estaba inscrito para hacerlo. Quise retomar esta columna para volver a plantearme la misma pregunta de hace 5 años atrás. Si en esta realidad antes descrita no interviene una variable de clase social, ¿cuál sería la explicación? Cultura cívica, valoración política, mayor conocimiento y mayor interés pueden ser algunas  de las respuestas ante la mayor inscripción de los sectores acomodados por sobre los más pobres.


Hay un intención mayor en el grupo más acomodado de influir en la toma de decisiones y contribuir al fortalecimiento de políticas públicas encauzadas en su misma línea ideológica. Entonces la voluntariedad del voto tiende a favorecer a aquellos segmentos de la ciudadanía que tienen un mayor compromiso con lo político y agudiza la contradicción de la participación electoral en aquellos grupos sociales menos interesados en votar. Si a eso le agregamos que se contaba con un sistema electoral binominal que no se caracterizaba precisamente por estimular la competencia, el cuadro electoral es más bien incierto y tiendo a creer que los incentivos por acudir a las urnas seguirán siendo bajos.


Lo que ha ocurrido con el voto voluntario es que se han ahondado los mecanismos clientelares, ya que los votantes al no estar obligados a votar, velan por su conveniencia individual más que por las virtudes programáticas presentadas en las campañas electorales. Lo anterior obliga a los partidos políticos a focalizar sus recursos para captar la atención de los votantes, produciendo con ello la supremacía de quienes cuentan con un mayor gasto electoral por sobre los más modestos en esta línea. Además, se advierte un sesgo de clase que muy pocos quieren reconocer y que opera en el actual sistema de elecciones. 


Según cifras de la UDP, en términos porcentuales los grupos más acomodados tienen mayor disposición de votar que aquellos grupos más pobres, correspondiendo este dato de un 83,9% para los primeros versus un 68,4%. O sea, si la clase política pensaba que con la incorporación de los cerca de 4,5 millones de votantes que estaban al margen de cualquier elección se produciría una gran transformación política en Chile, me temo que es un argumento más bien pobre y el escenario electoral no cambiará tanto de aquí al mediano plazo. 


El voto voluntario es una muy buena excusa progresista, pero en el fondo se presentan las condiciones para que las campañas entren en una dinámica de polarización ideológica, en el debilitamiento de los contenidos programáticos, en la reducción de la participación electoral y en un fuerte sesgo de clase. Pero por sobre todo, tendremos candidatos que tratarán de expandir las prebendas a cambio del voto para asegurar la participación ciudadana. Es un hecho que existía cierta satisfacción política con el acuerdo alcanzado, pero las limitantes del voto voluntario son mayores que sus beneficios y entramos a un panorama político altamente complejo y supra ideologizado. Quienes tengan la verdadera certeza de lo que se jugará en cada elección, acudirán a las urnas con todas las de la ley. Pero en cambio quienes perciban que votar da lo mismo disfrutarán de un día familiar. Desde algunos partidos ya comenzaron las lamentaciones, pero poco o nada se hizo para revertir la situación. Solo resta esperar.

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