01 Nov


¿Habría sido destituida la presidenta Dilma Rousseff de su investidura si la economía brasileña no hubiera caído en 2015 y en 2016 más de un 3% del PIB? El Senado brasileño, ¿Habría sacado del poder a la presidenta si la inflación, un verdadero dolor de cabeza para el gobierno, hubiera llegado hasta un 7% este 2016? ¿Habrían adoptado la decisión los senadores de sacar del cargo a la presidenta a Dilma, si las tasas de desempleo no hubieran llegado al 11,8%? Son preguntas válidas para un proceso de impeachment que fue evidentemente político, contra una presidenta que fue traicionada por los mismos que hace un tiempo formaron coalición para elevarla como su candidata presidencial. 

Ahora estos legisladores acusaron a Dilma de maquillar las cuentas públicas, obviando que esa práctica (ilegal por cierto) era empleada sistemáticamente desde la época de Fernando Henrique Cardoso. Acá radica el gran error que cometen los parlamentarios, puesto que la verdadera razón de sacar a Dilma del poder, se relaciona con terminar con la visión bolivariana y hegemonía del PT, abrir la economía de Brasil al mundo, transitar hacia un proceso de debilitamiento de MERCOSUR y comenzar a estrechar lazos con aquellas economías que tienen salida al Pacífico. En ese escenario, Colombia, Perú y hasta Argentina aparecen en el horizonte del nuevo Brasil que emerge tras la destitución, juicio que desde la propia economía brasileña se estaba celebrando, ya sea debilitando el dólar o provocando que la bolsa local fuera al alza.

Pero esta práctica de sacar presidentes del poder es algo que ha ocurrido regularmente en la región, situación que se olvida con cierta facilidad en algunos grupos políticos. Entre 1990 y el 2000, tenemos los siguientes casos. De la Rúa y Rodríguez Saa en Argentina, Banzer, Sánchez de Lozada (segundo mandato) y Mesa en Bolivia. Collor de Melo en Brasil; Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutierrez en Ecuador. Raúl Cubas y Fernando Lugo en Paraguay; Fujimori en Perú y Carlos Pérez en Venezuela. En casi todos los casos expuestos, las razones legales fueron inferiores a las razones políticas, repitiéndose las mismas justificaciones que usaron los militares para derribar gobiernos electos democráticamente en los años setenta: crisis económicas, movilizaciones sociales, impopularidad presidencial y elités irresponsables con las democracias. 

En caso de Dilma, el gran pecado fue aliarse políticamente con un sector que se interesó más por cargos políticos y prebendas ministeriales, que por convencimiento de un programa de gobierno que les fijara su lealtad. Ese es a mi juicio el gran pecado original de la llegada al poder de Dilma, más allá de argumentar que acá estamos en presencia o no de un golpe blanco o de un neogolpismo. Sería acusar de lo mismo al MAS cuando apoyó la caída de Sánchez de Lozada, o al mismo PT que se movilizó por enjuiciar a Collor de Mello en los noventa. Lamentablemente la historia política latinoamericana está marcada por estos procesos, que en muchos casos tiene como principal responsable al presidencialismo latinoamericano, situación que nos obliga a pensar su transformación, para combatir de una vez por todas, la reiterada inestabilidad democrática que cierto tiempo recorre la región.

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